martes, 14 de abril de 2009

Esta semana es la ultima. Voy a tratar de sacarle provecho


Por favor dime donde estas... así no te vuelvo a cruzar

martes, 31 de marzo de 2009

De regresos

“se objetivo” escucho. Se objetivo. Esta bien, el señor García no podía cantar, a penas moverse, no podía mantener el micrófono y ni hablar del ritmo en los teclados, quizás fue temprano para que toque, y se me ocurren tantos quizás negativos descalificando lo que paso ayer lunes en lujan. Pero... ¿Acaso importa eso?

Personalmente al verlo salir a la cancha, sonriendo, tirando algún que otro paso de baile, y sentir la felicidad en su mirada me hizo conmover gratamente. Estaba ahí! Tocando. Jugando en primera cual jugador retirado que vuelve al ruedo. Tal vez haber crecido escuchando a SNM allá modificado mí mirada sobre el show, Pero… ¿Acaso importa eso?

Cuanto pelotudo criticando por criticar sin darse cuenta todo lo que vivió Charly y que estaba tocando POR EL, solo por el y por nadie mas. Cuanto inútil diciendo que lo “sacaron” antes de tiempo, cuanto ignorante, incapaz diciendo que era nuestro “ozzy”. Pero... ¿Acaso le importa a SNM eso?

NO NADA IMPORTA, verlo fue mágicamente encantador. Maldito García, sos estupendo.

viernes, 13 de marzo de 2009

El fútbol por lo menos les enciende el alma.

Cuento: Viejo con árbol
Roberto Fontanarrosa

A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo.

Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos.

Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con las mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos.

—Ojo con la vía íalertaba siempre Jorge mientras se cambiaban.

—No pasan trenes, casi ítranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.

—¿No vino la hinchada? íya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejoí. ¿No vino la barra brava?

Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos.

—La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá íbromeó alguno.

—Por ahí es amigo del referí —dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.

Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha —casi a desgano, aprovechando para desperezarse— cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al referíí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo.

El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción.

—¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? —medio le gritó el Soda cuando recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.

—No ísonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatadoí. Música ídijo después, mirándolo de nuevo.

Algún tanguito? —probó el Soda.

—Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora.

El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del viejo.

—Pero le gusta el fútbol —le dijo—. Por lo que veo.

El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa.

—Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte —dictaminó después—. Muy emparentado.

El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.

—Mire usted nuestro arquero —efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de tierra—. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales —se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le mostraba—. Bueno... Eso, eso es la escultura...

El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo.

—Vea usted —el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un córner— el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y Siena de los mulos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así... Bueno... Eso, eso es la pintura.

Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció.

—Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio... Bueno... Eso, eso es la danza...

El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León.

—Y escuche usted, escuche usted... —lo acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido—... la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí... Bueno... Eso, eso es la música...

El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable.

—Y vea usted a ese delantero... —señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado—... ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia... Bueno... Eso, eso es el teatro.

El Soda se tomó la cabeza.

—¿Qué cobró? —balbuceó indignado.

—¿Cobró penal? —abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la cancha—. ¿Qué cobrás? —gritó después, desaforado—. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió?

El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.

—...¿Y eso? —se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.

—Y eso... —vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra—...Eso es el fútbol.

viernes, 6 de marzo de 2009

LOS INVISIBLES

No sólo en la Argentina, no sólo en América latina, el sistema está ciego. ¿Qué son las personas de carne y hueso? Para los economistas más notorios, números. Para los banqueros más poderosos, deudores. Para los tecnócratas más eficientes, molestias. Y para los políticos más exitosos, votos.
Ahora los invisibles han ocupado, cosa rara, el centro de la escena. Son los que se niegan a seguir comiendo promesas; los que han sido despojados de sus salarios y de sus jubilaciones; los que han sido desvalijados de sus ahorros de toda la vida; los jóvenes que se sienten traicionados por el país que heredan. En el río revuelto de la bronca colectiva, aparecen también los pescadores: los provocadores, los delincuentes, los violentos, los que quieren desviar el justo torrente de la indignación popular, para que todo acabe en una guerra de pobres contra pobres. Pero eso no quita ni un poquito de valor a la pueblada que volteó al gobierno de De la Rúa, ni a las caceroladas de después, que son irrefutables pruebas de energía democrática.
De la Rúa había dicho, en su discurso, palabra más, palabra menos: la realidad no existe, la gente no existe. La democracia somos nosotros, le respondió la gente, y nosotros estamos hartos. ¿O acaso la democracia consiste solamente en el derecho de votar cada cuatro años? ¿Derecho de elección o derecho de traición? En la Argentina, como en tantos otros países, la gente vota, pero no elige. Vota por uno, gobierna otro: gobierna el clon.

El clon hace, desde el gobierno, todo lo contrario de lo que el candidato había prometido durante la campaña electoral. Según la célebre definición de Oscar Wilde, cínico es el que conoce el precio de todo y el valor de nada. El cinismo se disfraza de realismo y así se desprestigia la democracia.
Las encuestas indican que América latina es, hoy por hoy, la región del mundo que menos cree en el sistema democrático de gobierno. Una de esas encuestas, publicada por la revista The Economist, reveló la caída vertical de la fe de la opinión pública en la democracia, en casi todos los países latinoamericanos: hace medio año, sólo creían en ella seis de cada diez argentinos, bolivianos, venezolanos, peruanos y hondureños, menos de la mitad de los mexicanos, los nicaragüenses y los chilenos, no más que un tercio de los colombianos, los guatemaltecos, los panameños y los paraguayos, menos de un tercio de los brasileños y apenas uno de cada cuatro salvadoreños.
Triste panorama, caldo gordo para los demagogos y los mesías de uniforme: mucha gente, y sobre todo mucha gente joven, siente que el verdadero domicilio de los políticos está en la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones.

Un recuerdo de infancia del narrador Héctor Tizón: en la Avenida de Mayo, en Buenos Aires, su papá le señaló a un señor que en la vereda, ante una mesita, vendía pomadas y cepillos para lustrar zapatos:
-Ese señor se llama Elpidio González. Miralo bien. El fue vicepresidente de la república.
Eran otros tiempos. Sesenta años después, en las elecciones legislativas de 2001, hubo un aluvión de votos en blanco o anulados, algo jamás visto, un record mundial. Entre los votos anulados, el candidato triunfante fue el pato Clemente, que no tiene manos para robar.

Quizá nunca América latina había sufrido un saqueo político comparable con el de la década pasada. Con la complicidad y el amparo del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, siempre exigentes de austeridad y transparencia, varios gobernantes robaron hasta las herraduras de los caballos al galope. En los años de las privatizaciones, rifaron todo, hasta las baldosas de las veredas y los leones de los zoológicos, y todo lo evaporaron. Los países fueron entregados para pagar la deuda externa, según mandaban los que de veras mandan, pero la deuda, misteriosamente, se multiplicó entre los dedos ágiles de Carlos Menem y muchos de sus colegas. Y los ciudadanos, los invisibles, se han quedado sin países, con una inmensa deuda que pagar, platos rotos de esa fiesta ajena, y con gobiernos que no gobiernan, porque están gobernados desde afuera.
Los gobiernos piden permiso, hacen sus deberes y rinden examen: no ante los ciudadanos que los votan, sino ante los banqueros que los vetan.

Ahora que estamos todos en plena guerra contra el terrorismo internacional, esta duda no está demás: ¿qué hacemos con el terrorismo del mercado, que está castigando a la inmensa mayoría de la humanidad? ¿O no son terroristas los métodos de los altos organismos internacionales, que en escala planetaria dirigen las finanzas, el comercio y todo lo demás? ¿Acaso no practican la extorsión y el crimen, aunque maten por asfixia y hambre y no por bomba? ¿No están haciendo saltar en pedazos los derechos de los trabajadores? ¿No están asesinando la soberanía nacional, la industria nacional, la cultura nacional? La Argentina era la alumna más cumplida del Fondo Monetario, del Banco Mundial y de la Organización Mundial del Comercio. Así le fue.

Damas y caballeros: los primeros son los banqueros. Y donde manda capitán, no manda marinero. Palabras más, palabras menos, éste fue el primer mensaje que el presidente George W. Bush envió al presidente Rodríguez Saá. Desde la ciudad de Washington, capital de los Estados Unidos y no sólo de los Estados Unidos, Bush indicó que la Argentina debe "proteger" a sus acreedores y al Fondo Monetario Internacional y llevar adelante una política de "más austeridad". Mientras tanto, en Buenos Aires, el nuevo Presidente provisional metió la pata en su primera respuesta a la prensa. Un periodista le preguntó qué iba a priorizar, la deuda o la gente, y él contestó: "La deuda". Don Sigmund Freud sonrió desde su tumba, pero Rodríguez Saá corrigió de inmediato su respuesta. Y poco después, anunció que suspenderá los pagos de la deuda y destinará ese dinero a crear fuentes de trabajo para las legiones de desocupados.
La deuda o la gente, ésa es la cuestión. Y ahora la gente, al son de sus tachos de cocina, suena y exige.

Hace cosa de un siglo, don José Batlle y Ordóñez, presidente del Uruguay, estaba presenciando un partido de fútbol. Y comentó: -¡Qué lindo sería si hubiera 22 espectadores y diez mil jugadores! Quizá se refería a la educación física, que él promovió. O estaba hablando, más bien, de la democracia que quería. Un siglo después, en la orilla argentina del río, muchos de los manifestantes llevaban la camiseta de su selección nacional de fútbol, su entrañable señal de identidad, su alegre certeza de patria: con la camiseta puesta, tomaron las calles. La gente, harta de ser espectadora de su propia humillación, ha invadido la cancha.
No va a ser fácil desalojarla.

Eduardo Galeano

martes, 24 de febrero de 2009

La muerte solitaria de Hattie Carroll

William Zantzinger mató a la pobre Hattie Carroll
con el bastón que hacía girar
con su dedo ensortijado,
en un hotel de Baltimore
donde se reunía la alta sociedad.
Llamaron a la policía
y le quitaron el arma de las manos
mientras le llevaban detenido
a la comisaría,
donde acusaron a William Zanzinger
de homicidio en primer grado.
Pero vosotros que discutís la desgracia
y criticáis todo temor,
quitaros la máscara de la cara,
ahora no es momento para vuestras lágrimas.


William Zanzinger, que a los veinticuatro años
poseía una plantación de tabaco
de seiscientos acres
con padres ricos e influyentes
que le proveían y protegían
y con relaciones con altas instancias
de la política de Maryland,
reaccionó ante su acto
con un encogimiento de hombros,
maldiciendo, riéndose burlonamente
e imprecando,
salió de la cárcel bajo fianza
en cuestión de minutos.
Pero vosotros que discutís la desgracia
y criticáis todo temor,
quitaros la máscara de la cara,
ahora no es momento para vuestras lágrimas.


Hattie Carroll fue una doncella de cocina.
Tenía cincuenta y un años
y dio a luz a diez hijos,
quitaba los platos
y sacaba la basura
y nunca se sentó
a la cabecera de la mesa
y ni siquiera habló alguna vez
a la gente de la mesa
tan sólo recogía los restos de la comida
de la mesa
y vaciaba los ceniceros
de todas las otras clases sociales,
fue asesinada de un golpe,
matada por un bastón
que surcó el aire cayendo
después de atravesar la habitación,
condenado y destinado
a destruir todo lo noble.
Y ella, nunca le hizo nada
a William Zanzinger.
Y vosotros que discutís la desgracia
y criticáis todo temor,
quitaros la máscara de la cara,
ahora no es momento para vuestras lágrimas.


En la sala del juicio,
el juez golpeó con su mazo
para demostrar que todos son iguales
y que los tribunales son honrados
y que los libros de leyes no admiten componendas
y que también los ricos son tratados adecuadamente
una vez que la policía los ha perseguido y atrapado,
y que el brazo de la ley no tiene límites,
ni por arriba ni por abajo
miró fijamente al hombre que mató
sin razón alguna,
que, simplemente,
tuvo el capricho de hacerlo
y habló grave y con distinción,
protegido tras su capa,
y castigó severamente,
para que sirviera de escarmiento y expiación
a William Zanzinger a seis meses de prisión.
Oh, pero vosotros que discutís la desgracia
y criticáis todo temor,
quitaros la máscara de la cara,
porque ahora si es el momento
para vuestras lágrimas.

Balada de Hollis Brown

Hollis Brown
vivía en las afueras de la ciudad
Hollis Brown
vivía en las afueras de la ciudad
con su mujer y sus cinco hijos
en una cabaña semiderruida.


Buscaste trabajo y dinero
y caminaste una milla escabrosa
buscaste trabajo y dinero
y caminaste una milla escabrosa
tus hijos están tan hambrientos
que no saben sonreír.


Tus hijos con los ojos enloquecidos
se cuelgan de tu manga
tus hijos con los ojos enloquecidos
se cuelgan de tu manga
caminas por el piso y a cada suspiro
que das te preguntas el porqué.


Las ratas inundan tu suelo
y tu yegua está enferma
las ratas inundan tu suelo
y tu yegua está enferma
si hubiera alguien que lo supiera,
¿acaso le importaría?.

Le pediste al señor del cielo
que te enviase un amigo
Le pediste al señor del cielo
que te enviase un amigo
tus bolsillos vacíos te dicen
que no vas a tener amigo alguno.


Tus hijos lloran más fuerte
y eso aporrea tu cerebro
tus hijos lloran más fuerte
y eso aporrea tu cerebro
los chillidos de tu mujer te apuñalan
como la sucia lluvia torrencial.


La hierba se torna negra,
no hay agua en tu pozo
La hierba se torna negra,
no hay agua en tu pozo
te gastaste el último y único dólar
en siete balas de fusil.

Fuera, en la inhóspita tierra
un frío coyote aúlla
fuera, en la inhóspita tierra
un frío coyote aúlla
tus ojos fijos en la escopeta
que cuelga de la pared.


El cerebro te sangra
y las piernas parecen no poder sostenerte
el cerebro te sangra
y las piernas parecen no poder sostenerte
tus ojos fijos en la escopeta
que tienes en tu mano.


Hay siete brisas soplando
en torno a la puerta de la cabaña
hay siete brisas soplando
en torno a la puerta de la cabaña
siete disparos resuenan
como el rítmico bramido del océano.


Hay siete personas muertas
en una granja de Dakota del Sur
hay siete personas muertas
en una granja de Dakota del Sur
en algún lugar en la lejanía
han nacido siete nuevas personas.

jueves, 19 de febrero de 2009

Ya todas las aguas se secaron, el ultimo río fue contaminado, el pacifico se convirtió en el desierto mas voraz, y el atlántico se fue sin avisar.

y yo sigo con mi filosofía:

un vaso de agua no se le niega A NADIE.